martes, 30 de abril de 2013

Difuminada

Como el vapor gris que empaña los vidrios de mi habitación. Es el frío. El frío encontrándose con el calor, condensándose en lo primero que encuentra. Mi ventana, a veces mi espejo. Y la línea que trazas con el dedo, que culmina en una gota que resbala hasta el borde del marco, y te sugiere que no sólo los ojos humanos pueden llorar. Pero hay más. ¿Y si se rompe? Las gotas que se retenían afuera ahora mojan tu rostro y los trozos afilados de vidrio cortan tu carne. Más gotas, de rojo intenso. Y ya no importa qué pase, porque las piezas no vuelven a encajar, y aunque lo intentes las líneas estarán muy marcadas, recordándote que alguna vez se rompió.

Nuestras almas se parecen mucho a mi ventana, y también un poco a ti, que mirabas enternecidamente hacia afuera, y marcabas líneas con el dedo. Líneas. Límites. Espacios imposibles de describir. Ya las líneas no estaban en la ventana, sino en tu piel, y más allá de tu piel, en tu alma, en nuestras almas que son una sola. Y estas nuevas líneas, límites, trazos, dibujos desordenados; a diferencia de los de mi ventana empañada, sí se difuminan. Tanto que quedan traslúcidas y fácilmente borrables.

Sí. Esas heridas de vidrios rotos me duelen en el alma. Pero están bien envueltas, y son tan viejas que ya no se ven. Sólo aléjate un poco de mi ventana. Presiento que, de nuevo, el vidrio está a punto de reventar. Y ya no importan las líneas, ni si se difuminan o no. Ya no importan, porque no nos van a salvar.