Como el vapor gris que empaña los vidrios de mi habitación. Es el frío. El frío encontrándose con el calor, condensándose en lo primero que encuentra. Mi ventana, a veces mi espejo. Y la línea que trazas con el dedo, que culmina en una gota que resbala hasta el borde del marco, y te sugiere que no sólo los ojos humanos pueden llorar. Pero hay más. ¿Y si se rompe? Las gotas que se retenían afuera ahora mojan tu rostro y los trozos afilados de vidrio cortan tu carne. Más gotas, de rojo intenso. Y ya no importa qué pase, porque las piezas no vuelven a encajar, y aunque lo intentes las líneas estarán muy marcadas, recordándote que alguna vez se rompió.
Nuestras almas se parecen mucho a mi ventana, y también un poco a ti, que mirabas enternecidamente hacia afuera, y marcabas líneas con el dedo. Líneas. Límites. Espacios imposibles de describir. Ya las líneas no estaban en la ventana, sino en tu piel, y más allá de tu piel, en tu alma, en nuestras almas que son una sola. Y estas nuevas líneas, límites, trazos, dibujos desordenados; a diferencia de los de mi ventana empañada, sí se difuminan. Tanto que quedan traslúcidas y fácilmente borrables.
Sí. Esas heridas de vidrios rotos me duelen en el alma. Pero están bien envueltas, y son tan viejas que ya no se ven. Sólo aléjate un poco de mi ventana. Presiento que, de nuevo, el vidrio está a punto de reventar. Y ya no importan las líneas, ni si se difuminan o no. Ya no importan, porque no nos van a salvar.
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